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APARICIÓN DE LA VIRGEN MARÍA EN LA CHOZA DEL CACIQUE COROMOTO
El éxito iba coronado la apostólica labor de Juan Sánchez y de sus compañeros; los Coromotos, dóciles a las enseñanzas de sus catequistas recibían las aguas bautismales y se regeneraban en este baño purificador.
El Cacique, al principio, asistía gustoso a las instrucciones, mas después se fue poco a poco disgustando con su nueva situación y anhelando por la soledad de sus bosques, se apartó de las reuniones de Juan Sánchez, sin querer aprender la doctrina cristiana, ni recibir las saludables aguas del bautismo.
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I. EL BOHIO DEL CACIQUE COROMOTO. LLEGADA DEL CACIQUE DE LOS COROMOTOS A SU CHOZA
Por la tarde del sábado 8 de septiembre de 1652, dispuso Juan Sánchez reunir a los indios Coromotos que trabajaban en Soropo, en vista de lo cual el castellano insto al Cacique a que se juntara con sus compañeros y asistiera a los actos religiosos que iban a practicarse en el caney (1), que para estas reuniones tenia dispuesto junto a su habitación. El indio se negó rotundamente a esta invitación y mientras sus compañeros honraban con sus humildes preces a la excelsa Reina de los cielos y tierras, él, con grande enojo y rabia, salió aceleradamente para Coromoto (2).
El bohío (3) del Cacique Coromoto es el mejor del grupo de chozas que se asientan sin orden ni medida, sobre la explanada de Tucupío, sin embargo es pequeño y pobre; unas cuantas varas de cada lado son la extensión de su perímetro; sus paredes de bajareque (4) son bajas y sostienen un rustico techo de pajas. Una sola y pequeña puerta de entrada al corto recinto de esta choza, donde al anochecer de este sábado 8 de septiembre de 1652 se hallaban la Cacica, su hermana Isabel y un hijo de esta última, indiecito muy agraciado, de solamente de doce años de edad, que unía, al candor de la inocencia, la sencillez y rectitud de un corazón bueno.
En un rincón de la choza ardía fuego, en medio de gruesos guijarros que sostenían el tosco budare (5) de tierra cocida, en el cual las dos indias preparaban el tradicional cazabe; mientras el indiecito, sentado sobre un duro leño, descansaba dulcemente. Había llegado de Soropo esa misma tarde con el objeto de ver a su madre, pues, de ordinario se quedaba con la esposa de Juan Sánchez, ayudándole en sus múltiples ocupaciones diarias.
Al pálido fulgor de las ardientes ascuas, distinguíanse apenas los pobres objetos que formaban el ajuar de esta rustica vivienda: en la pared el arco, arma indispensable del indio y en cuyo manejo el Cacique era hábil y experto maestro; al lado, en el rincón opuesto al fogón, la rustica barbacoa (6) y junto a ella, el duho (7) de cuero de venado, donde el Cacique descansaba, tras un larga cacería en la sabana o una pesca en el rio vecino.
Cuando menos lo esperaban las dos indias, llego el Cacique a Tucupío, triste y maltrecho; sin decir palabra se tiró inmediatamente en la barbacoa. Las mujeres atribuyeron el tedio y descontento que en él notaban a un acceso de ira y ninguna se atrevió siquiera a decirle la menor palabra.
El astro del día, desaparecido tras las lejanas montañas, ocultaba ya los resplandores de su luz, y la noche extendía su manto de tinieblas sobre la inmensidad de la llanura y de la selva. La grandiosa bóveda del firmamento aparecía con su profundo azul, tachonada de innumerables estrellas y la plateada luna, que salía en el oriente, bañaba con su pálida luz la dormida llanura.
Solo interrumpía el silencio profundo de aquella noche el ultimo trino de algunas avecillas. Las aguas del caudaloso Guanaguanare y las del Tucupido, su vecino tributario, oíanse apenas, confundiendo su lejano murmullo con el susurro de las hojas de cedro y de la ceiba, que al paso del aura se inclinaban y movían dulcemente. Diversidad de innumerables pájaros descansaban sobre las enhiestas copas y ramas de los árboles de las orillas de los ríos, distinguiéndose solamente la blanca silueta de la hermosa garza. Todo, todo era reposo, todo tranquilidad; solo el inquieto alcaraván lanzaba de vez en cuando por los aires sus agudas y estridentes notas, cuyo vibrante sonido repercutía en la silenciosa noche. En las chozas del pueblecito de Tucupío esparcidas sobre la planicie y a los pies de los árboles de la selva, los niños sobre toscas esteras, reposaban dulcemente. Dormid, niños de la selva; dormid, pues vuestras almas, regeneradas en las aguas del bautismo, son más blancas que la nieve de la elevada cima andina que refleja sobre la llanura la luz del sol naciente. Dormid, pues vuestros émulos, los querubes de la gloria, ya bajan de los cielos, formando grandiosa escala, por donde ha de descender la Augusta Reina del Empíreo.
Afortunada eres, humilde choza del capitán Coromoto, pues María, la Madre de Dios viene hacia ti.
Ella, que tiene la luna por escabel, el sol por vestidura y por mando las estrellas del firmamento, se acordó de que también era “Flor del Campo”, “Lirio del Valle”, “Manzano entre los arboles de la selva”; y para suavizarnos con el perfume de sus fragantes flores de virtudes, recrearnos con la consideración de su amor y compasión, y hacernos gustar el delicioso fruto del manzano de su culto y devoción, prefirió la choza de la selva y los silvestres lirios del Guanaguanare y Tucupido al alcázar de los reyes y ricos de este mundo y al ambiente de sus perfumados jardines.
En su rústico y pajizo bohío, el Cacique, revolcándose en su barbacoa, era el blanco de una lucha oculta, pero terrible. En su imaginación veía la quebrada…, la Gran Señora que se le había aparecido…; oía su voz, esa voz tan dulce, tan arrebatadora, cuyo solo recuerdo le alegraba el espíritu y le serenaba el dolorido corazón. Con todo, otros pensamientos turbaban su melancólico y triste carácter: su orgullo, humillado por la obediencia, su desenfrenada libertad, sacrificada en la encomienda, clamaban por la completa emancipación; cierta rabia interna e inexplicable, odio que atizaba el padre de la mentira, el espíritu del mal, le pintaba el bautismo, la religión, la vida de los blancos como odiosa e insoportable.
El sembrador de la cizaña creyó su presa segura, pues el Cacique estaba ya resuelto a huir, en solicitud de sus montañas y antiguas habitaciones.
Monumento de la Aparición de Nuestra Señora de Coro-moto en la choza del Cacique el 8 de septiembre de 1652.
Delante, el Rvdo. Padre Félix Quintana, difunto, que fue gran propulsor del culto a la Santísima Virgen
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA APARECE EN LA CHOZA.__ EL CACIQUE LA QUIERE MALTRATAR.__ MARÍA NOS DEJA UN RECUERDO DE SU APARICIÓN EN UNA MILAGROSA IMAGEN
En este estado de acerba tristeza y melancolía estaba el indio, cuando por un misterio inexplicable de cariño y amor de la Madre de Dios a un pobre hijo de la desgraciada descendencia de Adán, bajó a la choza del Cacique, en medio de invisibles legiones de radiantes y hermosos ángeles, que formaban su cortejo y séquito. Habían transcurrido apenas unos instantes desde la llegada del Cacique cunado de modo visible y corpóreo la Virgen Santísima se presentó al umbral del bohío del Cacique.
De todo su ser se desprendían copiosos rayos de luz, que bañaban el corto recinto de la choza, y eran tan potentes y fuertes que, según declaro la india Isabel, “eran como los del sol cuando está en el mediodía”, y sin embargo, no deslumbran, ni cansaban la vista de aquellos felices indígenas que contemplaban tan grande maravilla.
Bajo la influencia de estos inesperados resplandores, que trocaron las tinieblas de la noche con la claridad del día, el cacique volvió la cara, y al instante reconoció a la misma “Bella Mujer” (1) que meses antes había contemplado bajo las aguas de la plácida corriente en sus montañas, y cuyo recuerdo jamás había podido borrar de su memoria.
Distintas a las del Cacique eran las emociones de las dos indias y del niño, quienes, rebosantes de satisfacción y contento, se deleitaban en contemplar a Aquella Criatura sin rival, alegría de los ángeles, encanto de los elegidos, espejo done se reflejan las infinitas perfecciones de la Divinidad.
El indio pensaría probablemente que la Gran Señora venia para reprocharle su mal proceder e impedirle la fuga. Pasaron unos segundos… el Cacique rompió el silencio y dirigiéndose a la Señora le dijo con enojo:
“¿Hasta cuándo me quieres perseguir? Bien te puedes volver, que ya no he de hacer más lo que me mandas; por Ti deje mis conucos y conveniencias y he venido aquí a pasar trabajos.”
Estas palabras inconsideradas e irrespetuosas mortificaron en gran manera a la mujer del Cacique, la cual riñó a su marido diciendo: “No hables así con la Bella Mujer, no tengas tan mal corazón.”
El Cacique, montando en cólera y encendido en rabia, no pudo por más tiempo soportar la presencia de la Divina Señora, que permanecía en el umbral, dirigiéndole mirada tan tierna y cariñosa, que era capaz de rendir al corazón más duro y empedernido; desesperado, da un salto fuera de la barbacoa, coge el arco de la pared, tembloroso saca del carcaj una puntiaguda flecha, con la torcida intención de amenazar con ella a la Señora, llegando su locura hasta decirle: “¡Con matarte me dejarás!”
En este preciso instante la excelsa Señora entro en la choza, sonriente y serena, más hermosa y resplandeciente que el sol y más bella que la luna en su esplendor; se adelantó y se acercó al Cacique, el cual, al imperio y respeto de tanta majestad y grandeza o porque le estrechará de modo que no tuvo lugar para el tiro, rindió las armas y arrojo el arco contra el suelo.
Con todo, se lanza aún sobre la Soberana Señora para asirla de los brazos y echarla fuera…, extiende ligero las manos… y veloz hace el movimiento para agarrar a la Santísima Virgen…; pero en ese preciso instante la celestial visión desaparece repentinamente y lóbregas tinieblas suceden a la vivida luz que había iluminado el bohío, teatro de tan grande maravilla; solamente se percibía el pálido resplandor del fogón que proyectaba la negra silueta del Cacique sobre la pared.
Las dos indias y el niño sintieron acerba pena por la pésima conducta del indio y por la desaparición de la Bella Mujer cuya vista había sido para ellos en extremo dulce y embelesadora. La buena mujer del Cacique riñó nuevamente a su marido, reprochándole su torpe e inconsiderado proceder para con la Soberana Señora.
El Cacique, fuera de sí y mudo de terror, permaneció largo rato inmóvil, con los brazos extendidos y entrelazados, en la misma posición en que quedaron cuando hizo ademán se asir a la Virgen. Tenía una mano abierta y la otra cerrada, que apretaba cuanto podía, pues algo tenía en ella; y en su corto sentir creía que era la “Bella Mujer” a quien había atrapado.
La india Isabel, sin entender lo que acababa de suceder, dijo a su cuñado:
__”¿Sabes lo que ha sucedido?”
Balbuciente y tembloroso el indio contestó:
__”¡Aquí la tengo cogida…!”
Las dos mujeres, profundamente impresionadas y conmovidas, bien por lo que acababan de presenciar, bien por algún impulso soberano o excitadas de la curiosidad, añadieron:
__”Muéstranosla para verla…”
El Cacique se acercó entonces a las ascuas, que todavía ardían; alargo la mano, la abrió y los cuatro indígenas reconocieron ser aquello una Imagen y creyeron que era la efigie de la “Bella Mujer”. Al abrir el Cacique la mano, la diminuta imagen despide rayos luminosos, que produce gran resplandor y creen los indios ser fuego natural que la Gran Señora lanza contra ellos. Sudor frio fluye del cuerpo del indio, y con el mismo enojo y rabia de antes, envuelve la milagrosa Imagen en una hoja y la esconde en las pajas del techo de su casa diciendo:
__”¡Ahí te he de quemar para que me dejes!”
(1) Expresión que usaban los indios para designar a la Virgen que les aparecía.
La Santísima Virgen aparece en la choza del Cacique Coromoto, por la noche del sábado 8 de septiembre de 1552
(1) Caney, cobertizo, construcción cuyo techo está sostenido por pilares de madera; en voz haifiana. Ramada grande en las tierras cálidas, (Cuervo, Apunt. Crit., S. V.)
(2) Ya sabemos que el sitio donde se establecieron los Coromotos, en el ángulo formado por la confluencia de los ríos Tucupío y Guanare se llamaba Tucupío; pero Juan Sánchez y los demás lo designaban más bien Coromoto, por ser el asiento de los indios de este nombre. Nosotros lo designamos indistintamente con uno y otro nombre.
(3) Bohío o buhío, casa pajiza, choza, cabaña, nombre con el cual los indios designaban sus habitaciones.
(4) Bahareque en voz antillana y significa pared hecha con palos, paja, cañas y barro, amarrados con bejucos. Algunos dicen bajareque y pajareque. (Pedro Montesinos, “Estudios de Voces Indígenas.)
(5) Budare, voz antillana o caribe, que significa tiesto de tierra cocida, casi plano, en que se cuece el pan de maíz y el cazabe. Hoy los hay de hierro. (Pedro Montesinos, “Estudios de Voces Indígenas.)
(6) Barbacoa, voz caribe. “Su sentido originario hubo de ser zarzo cuadrado u oblongo, sostenido por puntales, donde nuestras acepciones de cama así hecha, y de andas o camillas, y otras que hemos olvidado y son conocidas en otras partes” (Cuervo, Ap. Crit., S. V. ).
(7) Duho, voz caribe, con la cual los indios designaban una especie de asiento, propio a los caciques.